domingo, 22 de noviembre de 2009

TERESA, GOLPEADA EN EL CORAZÓN CON PALABRAS DIVINAS


TERESA, GOLPEADA EN EL CORAZÓN CON PALABRAS DIVINAS
Como vimos el viernes pasado, la joven Doña Teresa de Ahumada, en otoño de 1532 tuvo que abandonar su internado en Santa María de Gracia, por enferma, y regresar a la casa paterna.
¿Qué tipo de enfermedad era la suya?

Tenía con sus diecisiete años el llamado “mal del corazón”, o mal de amores. Lo dejó escrito en el Libro de su Vida con toda claridad : “Aunque fueron pocos los días que estuve ( en el internado), con la fuerza que hacían en mi corazón las palabras de Dios…,no acababa mi voluntad a determinarse a aceptar el estado de vida en el que quiso Su Majestad servirse de mí, que, sin quererlo yo, me forzó a que me hiciese fuerza”.

La fuerza que hacían en su corazón las palabras de Dios era irresistible. Teresa iba y venía de acá para allá, tratando de acallar esas palabras, de sustituirlas por otras. Todo inútil.

Probó a cambiar de ambiente, saliendo de Ávila. Su padre, que también lo estaba deseando, le propuso llevarla a la sierra, a casa de su hermana María, que había sido para Teresa como una segunda madre. Hizo el viaje por Martiherrero, la Venta del Hambre, ermita de Rihondo, Chamartín, Cillán y Muñico. Era éste un camino de desolación. Los montes pelados del Carrero, los canchales de la Maja, las tierras arcillosas e improductivas, los castros destruidos, las necrópolis abandonadas, fueron golpeando la sensibilidad de aquella joven ilusionada por la vida. De la naturaleza escuchó en aquella memorable jornada una sola palabra: nada, todo es nada.
Al atardecer, llegó a casa de su tío Don Pedro, viudo, que residía en la aldea de Hortigosa. Aunque su intención era dormir aquella noche y seguir al día siguiente para Castellanos, a instancias de su tío se quedó algunos días con él, por darle gusto ¡Estaba tan sólo en aquellas soledades!

La casa lucía el blasón de los Águila sobre el portón. Era espaciosa y agradable. Don Pedro tomada el sol por la tarde en la galería que comunicaba con las salas de arriba. La galería estaba apoyada sobre columnas de piedra. La puesta del sol desde allí era deslumbrante. Al caer de la tarde, Don Pedro sacaba un libro del arca, llamaba a su sobrina y, sentados ambos en la galería le hacía leer en alto.

Cuando el sol se escondía por el horizonte, cerraba el libro.
-Sí, tio. “Todo es nada. Ahora entiendo mejor la verdad de cuando niña: de que no era nada, y la vanidad del mundo y cómo acaba en breve”.
En Hortigosa revivió la fuerza original de aquellas palabras interiores que venían golpeando su corazón con fuerza, a las que ella se resistía. “Hacíame que le leyese…” Un libro que a ella no le apetecía.

Había empezado a tomar la medicina del libro. Siguió el viaje hasta Castellanos de la Cañada, un paraje verde y frondoso. Allí otros aires amorosos, y otro libro le dio la vida. ¿Allí terminó de curarse del “mal del corazón”?

Lo veremos el miércoles próximo, si Dios quiere. Adiós, amigos.

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