DOMINGO IV C del tiempo Ordinarios.- Dia 3 de febrero
De este evangelio nos sorprende esa frase de
Jesucristo, que expresa una realidad desconcertante:” Nadie es bien visto en
su tierra”.- También certifica el Evangelio que , inicialmente, sus
paisanos de Nazaret le apreciaban, les gustaban “las palabras de gracia que
salían de sus labios”.Pero esta aprobación inicial parece que duró poco. Pronto
nacieron las sospechas mal intencionadas y el rechazo...Estas son las consecuencias
de la envidia. O de algo más profundo: de ese rechazo que los hombres parecen
sentir a la presencia y a la acción poderosa de Dios. Las raices del
rechazo están en la envidia, que se
manifiesta en el resentimiento contra alguien que siendo uno de ellos, está por
encima de ellos, y máxime porque se llama Hijo de Dios,y porque hace milagros
que sólo Dios puede hacer.
En lo
más profundo del corazón humano dormita la rebelión contra Dios, o contra el
que actúa en su nombre, como el apóstol, el santo o contra quien es piadoso. Un hombre así es una provocación
permanente. Hay algo en nosotros pecadores que no soporta la vida de un santo.-
Es la vieja tentación de siempre: el hombre soporta a Dios siempre que se mantenga
lejos. Está dispuesto, incluso, a amarle, pero a condición de que no intervenga
demasiado en su vida, que no ponga trabas a su egoísmo. Y ese es el gran
escándalo de los habitantes de Nazaret: Se dicen entre sí,“¿Cómo va a ser santo
este hombre que conocemos, que es
alguien con quien hemos jugado y convivido ? ¿No sabrán ellos mejor que nadie
quién es éste que alardea de ser un profeta, un enviado de Dios, siendo el hijo
del carpintero ? ¿Cómo van a aceptarle si su santidad es una provocación para
la mediocridad de los demás ?.
Jesucristo lo ha entendido, y les cita el
proverbio popular:”Ningún profeta es bien mirado en su tierra”.- El rechazo
hacia Jesucristo esta vez no termina sólo en palabras. A empellones lo van
empujando y lo llevan hasta el despeñadero del pueblo, para acabar con él...Pero
no le había llegado todavía la hora de morir. Mostraba que el reino que Jesús
anunciaba no era el de la carne y de la sangre, y que tenía que llamar a las
puertas de otros corazones. Hay familias y pueblos que lo aclaman y lo
ensalzan, y hay otras que lo empequeñecen y desprecian. En sus mismos apóstoles
encuentra esas contradicciones, por lo que tiene que reprenderles con
frecuencia: ¿Tampoco vosotros me entendeis?”; “ Llevo tanto tiempo con
vosotros ¿y aún no me habéis conocido?”.
Si
esta es la incomprensión de sus paisanos, parientes y amigos, podemos imaginar
la hostilidad de sus enemigos. Hasta llegan a decir de él lo más grave: que expulsaba a los demonios
y que hacía milagros por medio del príncipe de los demonios. Incluso algunos de
los más principales y jefes del pueblo creyeron en él, pero se ocultaban, no
querían aparecer a su lado, temiendo ser excluidos de las sinagogas,”porque
amaban más la gloria de los hombres que la de Dios”. Defendían sus intereses
personales, su “orden” , su estatus social.
Nunca Jesucristo perdió la paciencia ni la serenidad, ni camufló o aguó
su mensaje, por quedar bien. Su mensaje era radicalmente claro como el sol,
aunque les cegase o les desconcertase. Todo su modo de ser y de obrar iba
contra lo establecido, y hablaba con más autoridad que nadie. Sólo le interesa
la gloria de Dios, los mandamientos dados por Dios, y no aprecia ninguno de los
valores establecidos por los hombres al margen de la ley de Dios,aunque fuese
contra corriente. Apuesta, además, por las clases más abandonadas, por los
marginados, mujeres, publicanos, pecadores, extranjeros como los samaritanos.
Busca establecer un orden nuevo en la sociedad, la civilización del amor. Pone
a un niño -que ocupaba en rango más bajo de la sociedad de entonces- pone a un
niño como un modelo al que hay que aspirar, cura a los leprosos sin preocuparse
de su etiqueta de intocables.
Jesucristo se sintió incomprendido, en soledad. Los que estaban con él,
no estaban en realidad con él. Cuantos pensaban que le entendían, se les
escapaba. El era más grandes que sus pobres cabezas y mucho mayor aún que sus
corazones.Sus palabras eran tan hondas que resultaban casi inaudibles. Sólo el
Espíritu santo daría a los creyentes aquel suplemento de alma, que era
necesario para entenderle. Sólo el Espíritu nos dará también a nosotros luz
para entenderle.