SAN AGUSTÍN, en bajo relieve.
En plata. Custodia del Corpus.Juan de Arfe, 1571
A los 39 años Teresa lee el libro de Las Confesiones escrito por san Agustín. Esta lectura tuvo un influjo decisivo en la vida personal y en ideario de Teresa.
Por un lado se siente identificado con Agustín, por ser un santo pecador, al que Cristo perdonó. De manera especial, al leer el proceso de conversión del obispo de Hipona, empatiza con él : En el encuentro personal con Jesucristo, los dos se deshacen en lágrimas de arrepentimiento, los dos oyen una llamada a la conversión, los dos terminaron en una experiencia de superación y calma.
Pero el libro de Las Confesiones fue el primero que leía de caracter autobiográfico. En otros había leido vidas de santos narradas por diversos autores. Ahora tenía uno diferente, en que el autor era el mismo del que hablaba el libro. Hablaba en primera persona. Ella escribiría otro del mismo estilo, con la misma naturalidad, como una narración al monólogo consigo misma, y en diálogo con Dios y con los lectores, el Libro de su Vida.
En dos temas básicos Teresa aprende de Agustín: la llamada a lo interior y en la primacía del amor de Dios. Vuelta a su interior, nuestra santa descubre "la gran capacidad y hermosura del alma", "capaz de Dios", y a Dios en el centro. Teresa, siguiendo a Agustín, nos invita a superar la atracción fascinadora de las creaturas y de los sentidos exteriores, para recaer en el interior de uno mismo.
La escuchamos:
En este tiempo medieron las Confesiones de San Agustín, que parece el Señor lo ordenó, porque yo no las procuré, ni nunca las había visto. Yo soy muy aficionada a san Agustín, porque el monasterio adonde estuve seglar era de su orden; y también por haber sido pecador; que en los santos, que después de serlo, el Señor tornó a Sí, hallaba yo mucho consuelo, pareciéndome en ellos había de hallar ayuda; y que, como los había el Señor perdonado, podía hacermelo a mí.
Salvo que una cosa me desconsolaba -como he dicho-: que a ellos solo una vez los había el Señor llamado, y no tornaban a caer. Y a mí eran ya tantas, que esto me fatigaba. Mas considerando en el amor que me tenía, tornaba a animarme, que de su misericordia jamás desconfié. De mí, muchas veces.
Como comencé a leer las Confesiones , paréceme me veía yo allí, comencé a encomendarme mucho a este glorioso santo. Cuando llegué a su conversión, y leía cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dió a mí, según sintió mi corazón. Estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas, con gran aflicción y fatiga. (V9,7-8).
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