II DOMINGO DE ADVIENTO
El último mensajero del plan trazado por Dios, a lo largo del Antiguo Testamento, para redimirnos del pecado, es Juan el Bautista, como nos recuerda el evangelio de hoy. Juan aparece en el desierto con una misión concreta : dirigir la expectativa de sus contemporaneos hacia Jesucristo, el mesias anunciado y esperado siglos y siglos por el pueblo de Israel. Predica que el Mesias ya ha llegado y viene a su encuentro, y por eso grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Convertios de corazón”.
La historia ha demostrado que el hombre no puede salvarse por si mismo, y por eso Dios nos ofrece su salvación como un don que nos regala y que nos invita a acogerlo en libertad. Un don que nace de su misericordia, de su fidelidad al compromiso asumido en la alianza que hizo desde antiguo, de su amor por el hombre que culmina en la Encarnación de su Hijo.
El Dios trascendente que creó el mundo de la nada, se acerca también a sus criaturas entrando en el espacio y en el tiempo. No se queda lejos, en el cielo lejano. Por el contrario, su presencia entre nosotros alcanza su cumbre en la Encarnación de Cristo. Esto es lo que proclama claramente el tiempo de adviento: que la cumbre de la historia de la salvación y el signo supremo del amor misericordioso de Dios Padre es el don de su Hijo, como salvador y redentor de la humanidad. Para ayudar al hombre pecador a salir de sus oscuridades, de sus maldades, de las obras que lo exclavizan, “el Padre mandó al Hijo; el Hijo que había sido enviado, quiso ser llamado también Hijo del hombre para convertirnos en hijos de Dios: se humilló para elevar al pueblo que antes estaba postrado por tierra, fue herido para curar nuestras heridas, se convirtió en esclavo para liberarnos a nosotros, que éramos esclavos. Aceptó la muerte para poder ofrecer a los mortales la inmortalidad. Se cumple así la alianza que Dios hizo a los hombres: “Vosotros sereis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”.” Y estaré con vosotros todos los dias hasta el fin del mundo”.
El Dios trascendente que creó el mundo de la nada, se acerca también a sus criaturas entrando en el espacio y en el tiempo. No se queda lejos, en el cielo lejano. Por el contrario, su presencia entre nosotros alcanza su cumbre en la Encarnación de Cristo. Esto es lo que proclama claramente el tiempo de adviento: que la cumbre de la historia de la salvación y el signo supremo del amor misericordioso de Dios Padre es el don de su Hijo, como salvador y redentor de la humanidad. Para ayudar al hombre pecador a salir de sus oscuridades, de sus maldades, de las obras que lo exclavizan, “el Padre mandó al Hijo; el Hijo que había sido enviado, quiso ser llamado también Hijo del hombre para convertirnos en hijos de Dios: se humilló para elevar al pueblo que antes estaba postrado por tierra, fue herido para curar nuestras heridas, se convirtió en esclavo para liberarnos a nosotros, que éramos esclavos. Aceptó la muerte para poder ofrecer a los mortales la inmortalidad. Se cumple así la alianza que Dios hizo a los hombres: “Vosotros sereis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”.” Y estaré con vosotros todos los dias hasta el fin del mundo”.
Permanece con nosotros en la Eucaristía y en su Palabra, en su iglesia cada día hasta el fin de la historia. Corremos el peligro de que la memoria del mal, de los males sufridos, con frecuencia sea más fuerte que la memoria del bien. El adviento despierta en nosotros la memoria de todo el bien que Dios nos ha hecho, y nos hace cada día, porque Dios es fiel a su alianza de vivir con nosotros. Dios ha cargado con nuestro mundo, y por eso el mundo es llevado por Dios. “No temais !", nos dice Isaias-, alza fuerte la voz, dí a las ciudades: “Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda. Mirad viene con él su recompensa".
Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos ...Veámonos también nosotros amados por Dios, como hijos queridos aupados en sus brazos.
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