DARME ESTADO DE MONJA FUE MERCED GRANDÍSIMA
Teresa de Jesús mira ahora a su grupo de doce monjas del convento de san José, que ella preside, para hacerlas reflexionar en la consigna de Jesús a los discípulos de dejarlo todo para seguirlo a El:” Si no lo dejáis todo, no podéis ser mis discípulos”. Jesús asignó al corazón del discípulo esa tarea de dejación y desprendimiento. A El se le sigue con el amor, más que con los pasos.
La línea de fuerza , en este capítulo 8º, está marcada por dos flechas orientadoras que apuntan a lo profundo: profunda necesidad de libertad interior, y absoluta necesidad de entregarse a sí mismo sin reticencias ni reservas, según comenta el P. Tomás Álvarez. El hombre superficial suele sentirse saciado con la libertad exterior, libertad en bruto. Que nada ni nadie le ate las manos o los pies; que no le impidan la libertad en acción ni la libertad de movimientos.
Aquí Teresa trata de otra necesidad de libertad profunda. Libertad de la persona, retenida por invisibles amarras psicológicas y morales, que le impiden el libre vuelo hacia la perfección. Teresa no teoriza. Tiene una experiencia clara de ese trance vivido amargamente por ella misma cuando “deseaba vivir, que bien entendía que no vivía sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar” (Vida,8,12). Al fin, cayó en la cuenta de que se llega a la libertad interior desde la necesidad de darse por entero a Dios y a los hermanos. Y desde su experiencia personal, termina prorrumpiendo en una oración. La escuchamos:
Cuanto a lo exterior, ya se ve cuán apartadas estamos aquí de todo.¡ Oh, hermanas!, entended, por amor de Dios, la gran merced que el Señor ha hecho a las que trajo aquí, y cada una lo piense bien en si, pues en solas doce quiso su Majestad fueseis una.
¡Bendito seáis vos, mi Señor, y alabeos todo lo criado, que esta merced tampoco se puede servir como otras muchas que me habéis hecho, que darme estado de monja fue grandísima! Y como lo he sido tan ruin, no os fiasteis, Señor, de mí, porque donde había muchas juntas buenas no se echara de ver así mi ruindad hasta que se me acabara la vida. Y me trajisteis adonde, por ser tan pocas que parece imposible dejarse de entender, porque ande con más cuidado, quitándome todas las ocasiones. Ya no hay disculpa para mí, Señor, yo lo confieso, y así he más menester vuestra misericordia, para que perdonéis la que tuviere.
La monja que deseare ver deudos para su consuelo, si no son espirituales, téngase por imperfecta; crea no está desposeída, no está sana, no tendrá libertad de espíritu. No tendrá entera paz, menester ha médico (CP 8,2-3).
Teresa de Jesús mira ahora a su grupo de doce monjas del convento de san José, que ella preside, para hacerlas reflexionar en la consigna de Jesús a los discípulos de dejarlo todo para seguirlo a El:” Si no lo dejáis todo, no podéis ser mis discípulos”. Jesús asignó al corazón del discípulo esa tarea de dejación y desprendimiento. A El se le sigue con el amor, más que con los pasos.
La línea de fuerza , en este capítulo 8º, está marcada por dos flechas orientadoras que apuntan a lo profundo: profunda necesidad de libertad interior, y absoluta necesidad de entregarse a sí mismo sin reticencias ni reservas, según comenta el P. Tomás Álvarez. El hombre superficial suele sentirse saciado con la libertad exterior, libertad en bruto. Que nada ni nadie le ate las manos o los pies; que no le impidan la libertad en acción ni la libertad de movimientos.
Aquí Teresa trata de otra necesidad de libertad profunda. Libertad de la persona, retenida por invisibles amarras psicológicas y morales, que le impiden el libre vuelo hacia la perfección. Teresa no teoriza. Tiene una experiencia clara de ese trance vivido amargamente por ella misma cuando “deseaba vivir, que bien entendía que no vivía sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar” (Vida,8,12). Al fin, cayó en la cuenta de que se llega a la libertad interior desde la necesidad de darse por entero a Dios y a los hermanos. Y desde su experiencia personal, termina prorrumpiendo en una oración. La escuchamos:
Cuanto a lo exterior, ya se ve cuán apartadas estamos aquí de todo.¡ Oh, hermanas!, entended, por amor de Dios, la gran merced que el Señor ha hecho a las que trajo aquí, y cada una lo piense bien en si, pues en solas doce quiso su Majestad fueseis una.
¡Bendito seáis vos, mi Señor, y alabeos todo lo criado, que esta merced tampoco se puede servir como otras muchas que me habéis hecho, que darme estado de monja fue grandísima! Y como lo he sido tan ruin, no os fiasteis, Señor, de mí, porque donde había muchas juntas buenas no se echara de ver así mi ruindad hasta que se me acabara la vida. Y me trajisteis adonde, por ser tan pocas que parece imposible dejarse de entender, porque ande con más cuidado, quitándome todas las ocasiones. Ya no hay disculpa para mí, Señor, yo lo confieso, y así he más menester vuestra misericordia, para que perdonéis la que tuviere.
La monja que deseare ver deudos para su consuelo, si no son espirituales, téngase por imperfecta; crea no está desposeída, no está sana, no tendrá libertad de espíritu. No tendrá entera paz, menester ha médico (CP 8,2-3).
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